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Arica, un psiquiátrico al aire libre

20 Junio 2018

Algunas personas en situación de calle y con trastornos hasta sobrenombres tienen: el Martillo, la Robotina, el loco Vadulli, la Marilyn Monroe, etc. Como trabajadora social, tuve la oportunidad de compartir un año con muchos de ellos y llegué a varias conclusiones.

Alejandra Stuardo >
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Es común ver personas en situación calle y con trastornos que transitan diariamente por el centro o por el casco antiguo de la ciudad de Arica. Para muchos, ya forman parte del paisaje, de nuestra cotidianeidad. Es más, les hemos llegado a tomar cariño a más de uno/a, ya que sabemos que la mayoría son personas inofensivas que viven en su propio mundo de Bilz y Pap.

La mayoría de nosotros hacemos caso omiso, como si no los viéramos, como si fueran perros callejeros, pero en ningún momento vemos que dentro de esas ropas sucias, hay seres humanos. Algunos de estos personajes hasta sobrenombres tienen: el Martillo, la Robotina, el loco Vadulli y la Marilyn Monroe, entre otros.

Como trabajadora social, tuve la oportunidad de compartir un año con muchos de ellos y llegué a la conclusión de que la mayoría era oriundo de Santiago o del sur de Chile. Todos ellos radican en Arica netamente por el clima y por lo barato que es vivir acá, ya que se puede dormir en la calle los 365 días del año sin el miedo de morir de hipotermia. Además, la comida y la ropa es muy barata. De hecho, me comentaban que las prendas que les regalan o se encuentran o se compran en las ropas americanas a $100, por lo general, después de usarla la desechan para ponerse una nueva tenida; mal que mal, viven con lo que tienen puesto, no cuentan con una casa ni mucho menos con un ropero.

Estas personas, que cada vez son más en nuestra ciudad, tienen un factor común: la soledad. No tienen una red de apoyo familiar directa que los acompañe en el proceso de rehabilitación o no tienen a alguien que les sirva como propósito o estímulo para salir adelante. Algunos/as cayeron en la adicción del alcohol y las drogas, por un duelo de algún cónyuge o pasaron por problemas de violencia intrafamiliar (ya sea por sus mismas parejas o incluso por parte de sus padres). Todos, sin excepción, arrastran historias de mucho dolor y desesperanza. Y aquí están, día a día desafiando a la muerte, deseosos de partir luego a otra vida mejor, cansados de arrastrar el poncho, de ser vistos como seres leprosos carentes de sentimientos, pero, sobre todo, carentes de dignidad.

En ese año que trabajé junto a ellos me sentí más viva que nunca. Verdaderos maestros espirituales, me enseñaron a vivir en el presente, en el aquí y en el ahora. La marraqueta de la mañana me sabía más crujiente, el olorcito a las sábanas limpias recién lavadas me generaban un descanso lleno de gratitud, la ducha con agüita caliente las disfrutaba más que antes y el encuentro diario a la hora de la once con mi familia me hacían sentir la mujer más afortunada del universo. En definitiva, me enseñaron a ser humilde y agradecida, y a saber que el mundo es redondo: uno nunca sabe si, algún día, terminaremos como uno/a de ellos/as.

Y, por último, hay una cosa que tienen estas personas que jamás he visto en nadie y que hasta el día de hoy nunca he podido olvidar: a pesar de no tener nada, lo comparten todo. El único pan que tienen para comer durante el día lo cortan en trozos y lo comparten, porque ellos, mejor que cualquiera, saben lo que es pasar hambre... hambre de tripa, hambre de pena, hambre de vacío, hambre de desolación.

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