[Cuento] El hatillo de bejucos

24 Agosto 2013

El siguiente cuento esta dedicado a mis alumnos de Lógica

Patricio Hermos... >
authenticated user

Cuando el loco se detuvo prendado por la mágica complicidad que lograba advertir entre la niña y su juego, el sol del mediodía refulgía en las alas zumbadoras de los moscos pantaneros y terminaba por difuminar la sombra que hasta hacía poco le pisaba los talones. Imilla, un diminuto y movedizo haz de luz en medio de la miseria circundante, cogía bejucos y armaba frágiles hatillos de tres o cuatro que iba adosando contra el frontis enmohecido del improvisado rancho de humedal; había en ella algo que la hacía distinta, una suerte de digna y callada mística proletaria.

¿Cómo se llaman?, preguntó intuyendo una sala de clases; la pequeña habitaba una dimensión lúdica que no contemplaba tercerías, por lo que el hombre arrojó su morral al suelo y golpeando una puerta imaginaria se fue a sentar entre los hatillos como uno más de ellos. ¡Profesora, profesora!, irrumpía levantando el índice cada vez que la niña volvía del charco; Imilla al fin levantó la cabeza y sin quitarle los ojos de encima se fue a sentar sobre un viejo cajón tomatero. ¿Por qué has venido?, inquirió con una parsimonia inusual para alguien de su edad; el loco, desconcertado pues esperaba un “si tengo cuatro manzanas y le quito una…”, llevó instintivamente su mano derecha al pecho y exclamo: ¡aquí!, señalando el sitio del corazón. Durante el lapso de tiempo que medió entre tal acto y lo que Imilla aseveraría después, sintió que el dolor existencial que cargaba como una extendida e indeleble marca a fuego le crecía hasta lo imposible: alguna vez había decidido deshacerse de sí mismo en aras de una libertad que sólo existía en su cabeza y que en los hechos no constituía sino una amarga esclavitud.

El corazón no duele.

Tal vez, arguyó el loco, pero a mí no me deja dormir; por las noches me salta como buche de kukulí recién entrampada y me desgarra sin piedad.

¿A qué le temes?, continuó Imilla, porque lo que en realidad duele no es el corazón, sino el miedo… El loco frunció el seño… estaba empezando a confundirse.

¿Cómo?

Sí, mira. El corazón tiene dos partes; una quiere vivir y la otra no. La que quiere vivir sólo puede hacerlo resistiendo los ataques de la que no quiere, y ésta, paradojalmente, necesita vivir para dar muerte a la que no quiere morir… ¿entiendes? La niña era sin duda un extraño espécimen; el tenor de su críptico discurso daba cuenta de una gran, aunque ignorada, sabiduría. Su abuela materna había sido yatiri en algún pueblo de la precordillera de Arica, y como los dones con que Pachamama dota a sus elegidos suelen saltarse generaciones, ella y no su madre los había recibido.

No pedimos nacer, prosiguió, nos traen… claro que algunos se fugan antes… esos no tienen problemas, no lo conocen; pero los que hemos sido traídos debemos asumirlo y no nos queda más que resistir.

¿O sea que el miedo es el precio que debemos pagar por vivir?, preguntó el loco con inusitada asertividad.

Así es, y el primero nos viene apenas nacemos… Nada sabemos de nuestro destino, somos expuestos a lo desconocido y nos envuelve la más absoluta incertidumbre; este desarraigo suele ser traumático y es nuestro verdadero bautismo. Así, el corazón que quiere vivir está obligado a sufrirlo de por vida, a menos que lo naturalice como parte de sí mismo. El que no, sufre la más dolorosa de las contradicciones: vivir para morir. Vaduli, que era el nombre del loco, estaba siendo aludido en lo más profundo de su ser; abrió una caja de vino ordinario, se echó un trago y continuó escuchando en silencio.

¡Imagínate!, vivir para morir… sin duda una contradicción en los términos y de principio a fin. Piensa, ese corazón quiere morir, pero está obligado a vivir para poder hacerlo; sólo así puede experimentar la muerte que busca; primero, porque la vida es su negación y, segundo, porque jamás la muerte puede experimentarse a sí misma. Ahora, ésto significa que debe matar su propia razón de ser; y como quién niega dos veces, afirma, entonces no le queda sino vivir…

El razonamiento de Imilla era imbatible y Vaduli comenzó a comprender que la raíz de su dolor era bastante más profunda de lo que él creía; que nada tenía que ver con haber cogido sus bártulos una mañana de hacía mucho y haber echado a andar en nombre de la libertad; que el dolor era el precio de su cobardía y que la lucha que libraba en su interior no representaba sino el mayor de los absurdos pues estaba fatalmente destinado a vivir.

La luz comenzaba a declinar y una negra y lenta procesión de patos yeco entraba hilvanando desde el norte las primeras sombras del humedal.

De un sorbo el loco terminó de secar el “Cartonet” que le restaba; tiro la caja, cogió su morral y después de varios intentos consiguió ponerse de pie. Imilla, que había entrado al rancho para encender el viejo candelabro de estaño que por las noches solía guiar los pasos de su abuelo cuando volvía de recolectar algas, corrió el gangocho que hacía de puerta, asomó la cabeza y clavando sus ojos en el hombre lo despidió sentenciando: no olvides, lo que duele es el miedo...

Esa noche Vaduli soñó que era un hatillo de bejucos mustios a merced del tráfago húmedo y salino del viento chinchorrano; que no tenía destino o, mejor dicho, que su destino era nunca tenerlo… De ese puñado que el viento esparcía y volvía a juntar a su antojo, un enjuto y pálido ejemplar decidió sin embargo rebelarse; como un espermio en carrera por la vida fue a hundir su enraizada cabeza entre el obscuro pero fértil légamo circunlacustre, giró desesperadamente como queriendo anclarse para siempre jamás y se abrió en forma de corazón... Cuando el abuelo de Imilla se acercó a su cama para darle las buenas noches, la pequeña dormía con un bejuco entre sus manos.