La cocina y la representación política en crisis

21 Noviembre 2019

El chileno demanda tener voz y voto en los asuntos políticos, sin intermediación de un parlamentario o un representante. O que el parlamentario o parlamentaria en cuestión se digne a consultar con sus bases acerca de tal o cual asunto. 

Enzo Varens >
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Supongamos que usted, lectora, lector, requiere mis servicios como abogado. Usted tiene un importante litigio y necesita que un abogado la represente y que vele por sus intereses. Pero ahora supongamos que, con esa representación, yo me contacto con la contraparte y, sin consultar previamente con usted, llego a un acuerdo con ella. Los términos del acuerdo no resultan ventajosos para los intereses de usted. En tal situación, ¿qué pensaría usted de mis servicios como profesional? ¿Aceptaría el acuerdo que firmé sin su consentimiento, o lo rechazaría? Probablemente usted dude de mi ética o de mi capacidad profesional si es que llego a realizar algo así en el ejercicio de mi profesión. Pero lo interesante del ejemplo dado radica en que, con matices, es aplicable también al ejercicio de los cargos elegidos democráticamente, como los parlamentarios.

La naturaleza de la representación parlamentaria es un tema altamente debatido en la academia y en la praxis política. Algunos dicen que el parlamentario se debe a quienes votaron por él, por su programa, por su ideología, en fin, por su forma de ver la vida. Y por ese motivo, el parlamentario que actúa en contra de quienes votaron por él, comete una falta de ética y, por lo tanto, su labor queda cuestionada. Otros dicen que es peligroso entender la representación parlamentaria del mismo modo en que entendemos la representación de un abogado. Porque los parlamentarios, ante todo, deben velar por el bien común, y no sólo por lo que dicen sus votantes, quienes son sólo una facción dentro de las muchas que existen en la vida social. Por esas razones es que la política es tan compleja, y a la vez, tan fascinante.

Pero lo cierto es que estas discusiones en torno a la naturaleza de la representación parlamentaria son únicamente predicables respecto de un modelo democrático en concreto: la democracia representativa. Ahora, lo que demanda la ciudadanía es otra cosa: la gente demanda tener voz y voto directos en los asuntos políticos, sin intermediación de un parlamentario o un representante. O que, a lo menos, el parlamentario o parlamentaria en cuestión se digne a consultar con sus bases acerca de tal o cual asunto. ¿Por qué no lo hicieron con el “Acuerdo por la Paz Social”? Otra vez el nudo gordiano de esta crisis sigue siendo el mismo: la cocina.

Sin embargo, el ejemplo dado nos es bastante útil, porque cuando los parlamentarios no hacen ni lo uno ni lo otro, es decir, ni velan por el interés de sus votantes ni por el bien común, la democracia se degrada, y se transforma en una oligarquía o, incluso, un gobierno absolutista. En eso radica, precisamente, la raíz de la actual crisis de legitimidad que arrastra el Congreso Nacional. Las discusiones en torno al “Acuerdo por la Paz Social” reflejan aquello. Algunos dirán que los parlamentarios no velaron ni por el bien común, ni por el interés de sus votantes. El acuerdo ha sido cuestionado desde todos los ámbitos. Si bien existen argumentos jurídicos tanto en pro como en contra del acuerdo (yo me inclino por lo segundo), la esencia de las críticas radica en lo mismo que el ejemplo:¿quién le preguntó a usted, lector, lectora, si le parecía el acuerdo? Los puristas nos dirán que, como votamos por ellos, nos representan en el Congreso. Pero aun así, la ciudadanía no está conforme.

¿La razón del descontento? Yo me atrevería a decir que el modelo de democracia representativa ha entrado derechamente en una crisis. El control sobre los representantes es inmediato producto del avance tecnológico. Debemos pensar en otras formas de organización social que impidan la cocina. Como los mecanismos de democracia directa.

Ver también: Despotismo ilustrado del siglo 21

LA COCINA Y LA REPRESENTACIÓN

 

            Supongamos que usted, lectora, lector, requiere mis servicios como abogado. Usted tiene un importante litigio y necesita que un abogado la represente y que vele por sus intereses. Pero ahora supongamos que, con esa representación, yo me contacto con la contraparte y, sin consultar previamente con usted, llego a un acuerdo con ella. Los términos del acuerdo no resultan ventajosos para los intereses de usted. En tal situación, ¿qué pensaría usted de mis servicios como profesional? ¿Aceptaría el acuerdo que firmé sin su consentimiento, o lo rechazaría? Probablemente usted dude de mi ética o de mi capacidad profesional si es que llego a realizar algo así en el ejercicio de mi profesión. Pero lo interesante del ejemplo dado radica en que, con matices, es aplicable también al ejercicio de los cargos elegidos democráticamente, como los parlamentarios.

 

            La naturaleza de la representación parlamentaria es un tema altamente debatido en la academia y en la praxis política. Algunos dicen que el parlamentario se debe a quienes votaron por él, por su programa, por su ideología, en fin, por su forma de ver la vida. Y por ese motivo, el parlamentario que actúa en contra de quienes votaron por él, comete una falta de ética y, por lo tanto, su labor queda cuestionada. Otros dicen que es peligroso entender la representación parlamentaria del mismo modo en que entendemos la representación de un abogado. Porque los parlamentarios, ante todo, deben velar por el bien común, y no sólo por lo que dicen sus votantes, quienes son sólo una facción dentro de las muchas que existen en la vida social. Por esas razones es que la política es tan compleja, y a la vez, tan fascinante.

 

            Pero lo cierto es que estas discusiones en torno a la naturaleza de la representación parlamentaria son únicamente predicables respecto de un modelo democrático en concreto: la democracia representativa. Ahora, lo que demanda la ciudadanía es otra cosa: la gente demanda tener voz y voto directos en los asuntos políticos, sin intermediación de un parlamentario o un representante. O que, a lo menos, el parlamentario o parlamentaria en cuestión se digne a consultar con sus bases acerca de tal o cual asunto. ¿Por qué no lo hicieron con el “Acuerdo por la Paz Social”? Otra vez el nudo gordiano de esta crisis sigue siendo el mismo: la cocina.

 

            Sin embargo, el ejemplo dado nos es bastante útil, porque cuando los parlamentarios no hacen ni lo uno ni lo otro, es decir, ni velan por el interés de sus votantes ni por el bien común, la democracia se degrada, y se transforma en una oligarquía o, incluso, un gobierno absolutista. En eso radica, precisamente, la raíz de la actual crisis de legitimidad que arrastra el Congreso Nacional. Las discusiones en torno al “Acuerdo por la Paz Social” reflejan aquello. Algunos dirán que los parlamentarios no velaron ni por el bien común, ni por el interés de sus votantes. El acuerdo ha sido cuestionado desde todos los ámbitos. Si bien existen argumentos jurídicos tanto en pro como en contra del acuerdo (yo me inclino por lo segundo), la esencia de las críticas radica en lo mismo que el ejemplo:¿quién le preguntó a usted, lector, lectora, si le parecía el acuerdo? Los puristas nos dirán que, como votamos por ellos, nos representan en el Congreso. Pero aun así, la ciudadanía no está conforme.

 

            ¿La razón del descontento? Yo me atrevería a decir que el modelo de democracia representativa ha entrado derechamente en una crisis. El control sobre los representantes es inmediato producto del avance tecnológico. Debemos pensar en otras formas de organización social que impidan la cocina. Como los mecanismos de democracia directa.