El Síndrome Selfie y la quema de la "yuta" interna

27 Junio 2018

Hace un tiempo, una compañera de trabajo me dijo que ella no podía ser tan segura de su cuerpo como lo era yo, que a veces no me ponía sostén. Quedé en shock. 

Lenina Barrios ... >
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Lo que escribo a continuación no es un texto de autoayuda, no es un manual de deconstrucción, pero tampoco es un relato aislado… es el itinerario de muchas mujeres que aprendemos a odiarnos desde niñas, y a escondernos en la aprobación de otros.

No sé realmente cuándo empezó a molestarme mi cuerpo. Siempre pienso que fue a los 11 años, cuando me llegó la regla y mis primas -mucho mayores que yo- me llamaban por teléfono para felicitarme porque ahora era una mujer, y yo realmente no terminaba de entender qué era lo que me había pasado en la biblioteca cuando sentí algo extraño entre mis piernas, mientras preparaba una disertación sobre los pingüinos en la Antártica.

O tal vez fue a los 12 años, cuando explotó mi acné y empezaron a burlarse de mí, porque antes que a mis demás compañeros y compañeras, en mi cara, mi pecho y mi espalda empezaron a emerger pequeños volcanes por el desequilibrio hormonal de convertirme tempranamente en adolescente. Empecé a esconderme detrás de mi pelo, me obsesioné con no usar poleras con pabilos o escote, probaba cualquier producto contra el acné, usaba sombreros, evitaba peinarme de manera que se me viera la frente.

O quizás fue cuando a algunas compañeras le crecieron las tetas, y a mí no. Una de ellas se burlaba y me decía que así jamás me iba a pescar alguien… y yo me miraba en el espejo gigante que tenía en la pieza, y veía que era chica, y flaca, y ñoña, y me creía lo que me decían.

La verdad, no busco culpables. No creo que haya culpables puntuales, sólo es un sistema que destruye a las mujeres, y que, así como yo fui su víctima y me creí los cuentos sobre mi cuerpo, probablemente las chicas que me molestaban y se reían de mí también lo fueron.

Hace un tiempo, una compañera de trabajo me dijo que ella no podía ser tan segura de su cuerpo como lo era yo, que a veces no me ponía sostén. Quedé en shock. Fue hace más de un año, pero aún me da vueltas lo que me dijo en una conversación que no parecía muy trascendental. Sólo le contesté que la verdad es que tenía un montón de rollos sobre mi cuerpo, sobre mí personalidad, sobre mí, que no soy segura, sino todo lo contrario. No recuerdo cómo terminó la conversación, sólo sé que entré en una nebulosa de cuestionamientos como los que escribo hoy.

Desde chica fui florero. Usé esa habilidad para engañar al sistema y compensar mis inseguridades. Me transformé en un ratón de biblioteca, trataba de leer cosas interesantes, aprendía datos intrascendentes, las enciclopedias y diccionarios antiguos eran mi lectura de baño, rastrojeaba libros en los estantes de mi papá y los leía a pedazos, hacía teatro, usaba ropa extraña. En el fondo, sólo quería ser como el resto, pero no podía, entonces me refugiaba en cualquier pequeña excentricidad.

Los adultos me decían que era inteligente y talentosa, que “tenía ángel” y todas esas patrañas que le pueden decir a una pendeja florero, y me gustaba escucharlo... pero al instante siguiente me odiaba, porque yo sólo quería gustarle al niño que me gustaba, y yo no le gustaba… porque era rara, porque en el fondo la seguridad que los adultos pensaban que tenía, los púberes -como yo- sabían que no existía.

Con mi mamá aprendí proto-feminismo. Me enseñó que sólo importaba lo que yo podía hacer por mí misma: estudiar, no depender de ningún hombre, de ningún hijo. Ya más grande, me volví feminista a secas. Empecé a leer, y entender lo perverso del sistema que me hacía odiar mi cuerpo, odiarme a mí. Entonces, empecé a cuestionarme todo y a obligarme a aceptar mi cuerpo, mi personalidad, mis excentricidades, a aceptar que –para bien o para mal- esta soy. Entonces, empecé a odiar el sistema, el patriarcado, a anhelar destruir todo.

Odio las selfies. O no. La verdad no lo sé, creo que solamente no logro entenderlas. El otro día bailé diablada en un pasacalle y cuando llegué a la casa me saqué una foto en el espejo con una polera de Star Wars y mis maravillosas y larguísimas trenzas falsas. Me extrañó que me gustaba cómo me veía. Entonces, subí una historia a Instagram que decía “Cuando me saco una selfie y creo que me veo bien, después me siento weona. Alguien explíqueme ese síndrome”. En ese cuestionamiento superfluo, en realidad (no sé bien cómo decirlo) había kilos y años de recorrido de una lectura equivocada de cómo pararme frente al patriarcado, en los que había tratado de validarme por cualquier otra cosa que no fuera mi cuerpo. Después de martirizarme internamente por una hora, subí la foto en la que me gustaba cómo me veía… y me sentí tonta, superficial. Un colega me escribió “Te veís bien. No seai longi., y volvió a caer sobre mí el peso de la adolescencia, y de la adultez, y del feminismo mal entendido. 

Así se desató una breve verborrea y una infinidad de cuestionamientos. Partí justificándome, diciendo que no me las quería dar de interesante. Expliqué que creo que en la selfie hay una especie de síndrome narcisista, una necesidad urgente de recibir cumplidos respecto a la apariencia. De este modo, descubrí que me molestaban y criticaba tanto las selfies (mías y del resto) porque en el fondo yo esperaba lo mismo, pero me negaba a eso porque me daba pudor, porque me sentía inconsecuente, porque quería ser una rebelde al culto de la imagen, pero al final igual estaba ahí, en lo mismo... y me odiaba por eso.

Efectivamente, existe el “Síndrome Selfie”, existe el culto al cuerpo. Es cierto que a las mujeres nos miran y nos venden como pedazos de carne (no sólo en las redes sociales).  Es el resultado de un proceso socio-histórico en el que hemos sido traficadas históricamente como esclavas, como mercancías, como trofeos, como anuncios, como mensajes de Whatsapp. Hemos sido transformadas en cosas, en instrumentos para el goce de un tercero y nos hemos olvidado del goce propio, del amor propio. Se nos ha arrancado sistemáticamente el poder de amarnos a nosotras mismas, a nuestras mentes y nuestros cuerpos. Sí, existe un síndrome de narcisismo moderno: nos ocultamos en espejos, en pantallas retroiluminadas, esperando de otro la aprobación que nosotras no nos damos, pero que tanto necesitamos.

Deconstruir las inseguridades del cuerpo de las mujeres es uno de los retos del feminismo. Pero bien ¿qué es lo que debemos deconstruir? Mi colega me dijo una certera frase para terminar nuestra charla por Instagram: “Hay que quemar la yuta interna”.