La flor de la Albahaca

16 Septiembre 2013
Patricio Hermos... >
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Los carnavales de altura que aún es posible pesquisar entre las comunidades aymara adosadas a la vertien- te occidental de los andes centrales en el extremo norte de Chile, representan, indistintamente y más allá de sus variantes, la exaltación de la vida en su eterno retorno; en los valles, donde el nivel de incidencia aborigen es menor, la fiesta tiende a desnaturalizar los viejos nudos abisales de ritualización modulando hacia formas ando-pampinas altamente hibridizadas en su estructura y  función social. 

Entre las dionisíadas helénicas y el carnevale medieval es posible trazar un continuum simbólico perfecta-mente explicable en su eslabonamiento, dimensión funcional  y proyecciones connotativas; ésto, en virtud del proceso de romanización que hizo posible su articulación a través de las saturnales de factura etrusco-latinas en Europa meridional. En el nuevo mundo el forzado entronque indo-español  no tendría las mismas características; en efecto, cuando hacia el siglo xvi la conquista irrumpe en el macizo andino, trae consigo no la renovada visión de mundo del cinquecento que con arraigo en el humanismo renacentista impugnaba los núcleos más sensibles del vetusto dogma escolástico, sino que precisamente la más recalcitrante y reaccionaria de sus expresiones: la patrística, base de sustentación ideológica del feudalismo; tal es el corpus teocosmológico que se superpone a los cultos pre-cristianos con que las distintas etnias del ande honraban a sus dioses y deidades tutelares, generando una dialéctica de subsumisión y reposiciona-miento cultural que caracteriza su hibridismo ceremonial hasta nuestros días.

Fragmentada en señoríos regionales, luego de la sequía de setenta años que terminó por marcar su deba-cle, la civilización tiawanakota (aymara) debió ceder al control político y administrativo del inkario, y con ello a una visión de mundo que paradojalmente reproducía aspectos fundamentales de su propia cosmología; así, por ejemplo, el Tawantinsuyu (imperio qëshwa de las cuatro regiones) no replicó sino la tetrapartición primordial con que Wiraqocha inauguró el cosmos andino al emerger del  Titiqaqa. La raíz común de una cosmovisión refuncionalizada con arreglo a los requerimientos económico-sociales de un imperio en expansión, explica la relativa facilidad con que ésta arraigó en el Qollasuyu (porción meridional del im-perio inka); el mito de origen cuzqueño y la creación solar fueron desplazando paulatinamente la vieja tradición tiawanakota.

 

Aunque con un rango menor al interior de un sistema de creencias altamente heliocratizado, Pachamama constituye el más importante nudo de remisión simbólica; encarna el eje témporo-espacial y objetiva todos los posibles de una sociedad acendradamente agro-pastoril. Los ritos de fertilidad que  adscritos a su culto transversalizan el año aymara, articulan un complejo de sentido que estructura buena parte de la vida re-ligiosa de este pueblo; el carnaval de altura, expresión ritual de un trasvase antropo-cósmico que no puede sino autoafirmarse permanentemente, constituye uno de sus más altos exponentes.

Los carnavales de valle, en tanto, presentan una mística bastante más secularizada. Ostensiblemente per-  meados por la cultura criolla de ascendiente ando-pampino y la influencia de la iglesia católica*, han mu-tado significativamente en su objetivo y carácter rituales; el sincretismo cultural tiene en estos casos un al-tísimo nivel de representación. Así, por ejemplo, el carnaval de Codpa (localidad pre-cordillerana ubicada al sur-este de Arica) contempla, sin que esto repugne a importantes supervivencias paleo-andinas, la cele-bración del Miércoles de Ceniza y de una suerte de viernes santo anticipado, expresando de esta manera una clara síntesis entre algunas componentes de la carnestolenda europea y el viejo huchuy poqoy (fiesta de la pequeña maduración) nativo; en el orden danzario-musical, por su parte, el hibridismo se expresa en formaciones que combinan la heptafonía occidental con antiguos patrones rítmicos de ascendiente andocentral, recogiendo el carácter colectivo del proceso de construcción del discurso musical a partir del esquema pregunta/respuesta propio del Sikure tradicional aymara, así como en diseños coreográficos que suelen remitir a la Contradanza Virreinal. Sin embargo, en lo que hace a su significación y función social profundas, es posible radicalizar su horizonte de remisión cultural; la alegría desbordante de la cosecha y la jerarquización genérica que el evento apareja, tangencializan usos y categorías que aún transmutados acusan una honda raigambre indígena: el viejo Haylli (canción qëshwa de triunfo agrario) y el ancestral dualismo aymara que expresado en los conceptos urku/uma alude a un sistema de relaciones antitéticas de alto ascendiente valórico (macho/ hembra, fuerte/débil, derecha/izquierda, etc.), hablan por sí solos.

Del carnaval diaguito-kalchakí* que predomina en los ayllus likan antai (unidades geo-parentales adscritas al salar de Atacama en Chile (Túlor, Kámar y Sokaire, entre otros), sólo perviven la letanía del Talatur cantado en kunza y algunos rudimentos de la ronda colectiva primordial con que alguna vez se exaltó la fecundidad agro-pastoril atacameña. A diferencia del caso chileno, el perfil que el carnaval diaguito-kalcha- kí presenta en valles y estribaciones de los andes tucumano-salteños (Argentina), desde donde se habría desplazado hacia la región circunsalárica, evidencia una clara y marcada influencia qëshwa; la expansión del Tawantinsuyu, iniciada por Pachakútek y continuada por Tupak Yupanki, crearía en el área las condi-ciones para un importante proceso de sincretismo intrandino. Así, el Pujllay (duende rojo del carnaval) objetivación telúrico-antropomórfica de probada ascendencia diaguita, hace parte, junto a la Pachamama, la Ñusta y el Machay (macho anciano, fecundador tribal), del conjunto de seres míticos que substratizan simbólicamente el evento; en tierras atacameñas, sin embargo, tal dimensión ritual experimenta un atenuadísimo y muy discreto volumen de representación. No obstante, es posible detectar una interesante lógica de alternancias e intersecciones de escalas, modos y motivos temáticos tradicionales; coplas para canto con caja (Bagualas, fundamentalmente) e instrumentales atávicamente trifónicos, alternan de manera aleatoria con resabios de antiguas Palomas y variantes talatúricas, en tanto que la cercanía con ayllus y comunida-des aymara ubicadas al norte del salar (Ayquina, Caspana y Toconce), ha hecho posible el desarrollo de un multifacético proceso de intercambio cultural, expresado, entre otros casos, en un vigentísimo trasvase de concepciones estéticas y cosmovisuales.

 

 

 

 

*No consigno acá las distintas confesiones protestantes que han tributado en el desmantelamiento de la cultura tradicional aymara; baste sólo con recordar la quema de instrumentos musicales instigada por al-gunas de ellas al interior de Iquique.

 

*El término kalchakí, erróneamente usado para designar una cierta ramificación del gran tronco diaguita en las inmediaciones del noroeste argentino, no reconoce en el kakán (lengua de esta etnia) ascendiente alguno, presentando más bien una desinencia guaranítica que avala la tesis de una posible incrustación chaqueña en dicho territorio.