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Necesitamos revertirlo: El abandono a la tercera edad es pan de cada día

17 Julio 2020

Falleció abuelito que regalaba colonias inglesas que nunca fueron usadas... un vacío que es necesario reparar de manera urgente.

Ada Angélica Rivas >
authenticated user Corresponsal Corresponsal Ciudadano

Cada Navidad, sagradamente le regalaba una colonia inglesa a uno de sus hijos, el gerente del retail de una cadena de alimentos nacional. No hallaba qué más comprarle, pues su retoño cincuentón vivía en el valle de Azapa en una gran mansión y no necesitaba nada.

La historia partió hace más de 40 años, cuando don Aurelio decidió bajar desde el otro lado de Los Andes al país vecino, con su esposa y sus cuatro hijos, instalándose en el valle de Lluta y luego en Arica. Poco a poco con la agricultura y el comercio fue prosperando hasta que adquirió junto a su esposa varias propiedades y terrenos, pero siempre vivió en forma humilde, como lo hacía en la zona rural de La Paz, Bolivia.

Este abuelo les entregó en vida algunos bienes a sus hijos, que estudiaron y lograron posiciones sociales, especialmente el gerente, al que cada año le regalaba la misma colonia inglesa, que nunca usó, porque ya sus gustos por los aromas franceses se le habían pegado a su ADN olfativo.

La empleada puertas adentro iba guardando las botellitas con este singular aroma en un rincón de una bodega, hasta que un día, buscando ropa en desuso para regalar, la esposa aspiracional del gerente, encontró la caja. Había 17 navidades.

En una reunión de trabajo ella comentó que no hallaba que hacer con estos desafortunados regalos de su suegro y uno de sus empleados dijo saber dónde había un hogar de ancianos a los que les podían servir. Así que llevó la caja a la oficina, que luego fue derivada a su destino.

Don Aurelio vivía solo. Era un adulto mayor independiente, que abría su pequeño y vacío negocio al lado de su casita de población, en las afueras de la ciudad, para acortar los días, escuchar las voces de sus vecinos y sentir que cuando le preguntaban por su salud, a alguien le importaba.

Su bajo perfil y humildad ya no era compatible con la mansión de su hijo en Azapa, con abultadas cuentas corrientes, y que había cambiado hasta el habla como si tuviera una papa en la boca. Don Aurelio no tenía nada que hacer ahí, excepto cada Navidad a la que era invitado.

Como tantos adultos mayores casi abandonados a su suerte, después de entregar beneficios económicos a sus hijos, que sin mover ni un dedo se adueñan de las casas y terrenos, este anciano estaba triste y desolado. Los vecinos cuentan que de lejos se notaba su dolor.

Una llamada al mes no era suficiente para darse cuenta que había hecho las cosas bien, que su trabajo duro y de esfuerzo había generado una familia lejos de lo imaginado, con estatus y entonación rara, como si vinieran de Europa y que sólo hablaban de proyectos y de miles de pesos. La madre tierra y las papas chuño, que alguna vez los alimentaron, era parte del folclore en la mansión de Azapa.

Siete meses sin ver a su hijo gerente, que lo llamaba por teléfono a lo lejos, y era el único que estaba en Arica. Cuatro meses de pandemia, encerrado y abriendo su local por un par de horas al día, para no morir de pena. Pensaba pasar agosto, pero no, apenas sobrevivió dos semanas de julio y murió. Un ataque al corazón lo despidió de las tierras ajenas, que nunca quiso dejar. No tuvo una muerte acompañada, ni música de flautas andinas, como las que tocaban sus ancestros en Bolivia. Nadie velará sus ochos días, ni quemará su ropa, como era la costumbre. Pero tampoco este año habrá colonia inglesa.

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