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El banco y sus cobros: La tarjeta dorada que no me quiere abandonar

28 Septiembre 2020

El sistema te quiere atrapar, que tengas la tarjeta dorada en tus manos y ojalá la ocupes, y compres en cuotas, porque así, mes a mes, los intereses te van carcomiendo y no se nota.

Ada Angélica Rivas >
authenticated user Corresponsal Corresponsal Ciudadano

Caminar media hora para llegar a un destino en Arica, es agradable. Sentir el aire y los rayos del sol, que cada vez son más intensos. Es cuando se agradece no tener auto propio, porque estás obligado a moverte gracias a tu humanidad, que con tanto tiempo en cuarentena, se empieza a oxidar.

Qué extraño está el centro, como resurgiendo del desastre que no se acaba y tampoco tiene fecha probable de dejarnos libres, para salir y decidir dónde ir y qué hacer.

Miro unos ojos que creo que era una amiga y me equivoco, con mascarilla todo puede suceder. Hasta que llego a la eterna fila del Bancoestado, preparada para que avance lento, que el sol active las pecas que disminuyeron en invierno y a intercambiar alguna que otra conversa.

Un señor de sombrero blanco está ad portas de entrar, y es la señal que “vamos avanzando Sancho”, como señaló el Quijote; pero también es la señal que todo es lento, porque el caballero siguió por largo tiempo en el mismo lugar, como pegado al pavimento.

Tarde o temprano tenía que ir, le había hecho el quite, pero “no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague”. Pasa que a inicios de año me ubicó una ejecutiva del banco y me insistió que había una tarjeta de crédito dorada esperándome, que bastaba que dijera que sí, para que fueran a mi casa a dejarla, casi con ceremonia incluida.

Quedé feliz con el millón de pesos en la tarjeta y con poca liquidez ocupé una parte en ocho cuotas, con un interés que daba pena. Me fui de vacaciones al sur y al regreso aparece la pandemia en gloria y majestad. Junto con ella algunos trabajos extras, que me dieron la oportunidad de pagar la cuenta completa, dejándola en cero.

Hasta que me llegó un extraño cobro, de un monto menor, que pagué sin entender por qué me cobraban si no debía nada. Con el miedo de salir a la calle a contagiarme preferí seguir cancelando por meses pequeñas cuotas, que sumadas empezaron a ser relevantes para mi bolsillo.  

Llamé por teléfono, escribí por todos los medios posibles y por el twitter del Bancoestado me dicen que la única forma de eliminar esta tarjeta es ir personalmente a las oficinas. Fui. Lo primero que me dicen es que no puedo eliminar la tarjeta, porque aún no me facturan el mes de octubre. Sólo puedo hacerlo en un mes más. ¿Qué onda? “Si pagué todo, estoy en cero peso de deuda”, le insisto a la cajera de la ventanilla número tres.

Técnicamente me explicó que pagar anticipado una cuenta de una tarjeta no sirve, porque el sistema no lo reconoce, por lo que tuvo que “acelerar” la deuda que no existía, y que me sale a pagar menos $60 mil pesos. ¡Qué cosa más rara! 

Supe que el caballero que toma la temperatura del Bancoestado es experto en el tema, sabe qué calor es del cuerpo y cuál del ambiente, que hace muebles rústicos para ayudarse porque el sueldo es medio esquivo; que los guardias altos y fornidos están casi de adorno, pero ayudan a alegrar los momentos en que los eternos clientes en las filas se latean con el tiempo que avanza, pero no así la atención. Que el caballero del alcohol gel le hace propaganda al de los muebles. Todos entretenidos, nada que decir, al final la procesión se acabó hasta el otro mes.  

Después que llegan a tu casa hasta con un cóctel para entregarte tarjetas de crédito, a la hora de cerrarlas es como un parto de mellizos. El sistema te quiere atrapar, que tengas la tarjeta dorada en tus manos y ojalá la ocupes, y compres en cuotas, porque así, mes a mes, los intereses te van carcomiendo y no se nota.

Próximo mes, a prenderle velas al Bancoestado para que por fin haga el milagro de cerrarme una tarjeta que no quiero tener. Y es dorada la patúa.

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