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Invertir en datos para salvar vidas

11 Junio 2021
Contar con datos de alta calidad durante una crisis permite a las autoridades dirigir recursos limitados allí donde más se los necesita; y la pandemia de COVID‑19 puso de manifiesto la insuficiencia de los datos disponibles.
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Big Data, Pandemia, Prevención.

Por Mark Lowcock, secretario general adjunto de asuntos humanitarios en la Organización de las Naciones Unidas y Raj Shah, presidente de la Fundación Rockefeller.

Cuando en marzo de 2020 se declaró la pandemia de COVID‑19, Afganistán sólo tenía 300 respiradores y dos unidades de cuidados intensivos. En aquel momento, los modelos epidemiológicos predecían que el país, con una población de unos 38 millones de personas, alcanzaría un pico de hasta 520 000 casos y 3900 muertes por día a inicios del verano. Ante la perspectiva de diez millones de casos en cuestión de meses, el personal humanitario y los funcionarios públicos se prepararon para una catástrofe sanitaria.

Para facilitar una asignación óptima de los limitados recursos disponibles, la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) y la Fundación Rockefeller usaron datos reales de Afganistán (entre ellos las tasas de contagio por COVID‑19 y la ubicación de los centros de atención médica) para proyectar la cantidad de casos, hospitalizaciones y muertes en un período de cuatro semanas. Este pronóstico realista ayudó a los funcionarios a prepararse para un pico en la curva de casos y muertes que se dio más tarde y fue más aplanado que lo que predecían otros modelos. Una predicción correcta de las necesidades permite una respuesta humanitaria más eficaz.

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Pero la calidad de un modelo depende de los datos en los que se basa. Por eso es necesario reunir y compartir datos de mejor calidad que nos ayuden a prepararnos para la próxima crisis.

El principio rector de nuestro modelo (que desarrollamos con el Laboratorio de Física Aplicada de la Universidad Johns Hopkins) es facilitar la toma de decisiones operativas inmediatas y aumentar la cantidad de vidas salvadas en una crisis humanitaria. Además de Afganistán, el modelo se aplicó a Irak, la República Democrática del Congo, Somalia, Sudán y Sudán del Sur. Incluimos datos sobre la COVID‑19 (ajustados por la posibilidad de subregistro) y sobre pautas de movilidad, infraestructura sanitaria y vulnerabilidades previas de la población derivadas de la inseguridad alimentaria o de la presencia de comorbilidades (por ejemplo, diabetes).

Con la creación de un modelo predictivo y su uso por parte de las autoridades sanitarias en los países citados, hemos comprobado que esta metodología puede mejorar los resultados desde un punto de vista humanitario. Pero también aprendimos que aplicar esta clase de modelos a los países más vulnerables del mundo no será enteramente posible o exacto, en la medida en que los datos sean insuficientes o de mala calidad. Por ejemplo, la información sobre la incidencia de enfermedades cardiovasculares lleva un retraso de entre cuatro y siete años en varios de los países más pobres (y es inexistente en Sudán y Sudán del Sur).

A escala mundial, todavía nos falta alrededor del 50% de los datos necesarios para una respuesta eficaz en países afectados por emergencias humanitarias. La OCHA y la Fundación Rockefeller están trabajando para mejorar las capacidades predictivas en una crisis, durante la pandemia de COVID‑19 y en el futuro. Pero para hacer realidad todo el potencial de esta metodología se necesitará la colaboración de otras partes.

Por eso, cuando gobiernos, bancos de desarrollo y los principales organismos humanitarios y de ayuda al desarrollo reflexionen sobre el primer año de la respuesta a la pandemia (y sobre lo debatido en las recientes reuniones del Banco Mundial), deben reconocer la importancia crucial que tendrán los datos para recuperarnos de esta crisis y prevenir otras futuras. Todos los actores que intervienen en la ayuda humanitaria y al desarrollo deben ponerse como prioridad subsanar los faltantes de datos cruciales.

Gobiernos, organizaciones humanitarias y bancos de desarrollo regionales deben invertir en la recolección de datos, en la infraestructura para su uso compartido y en el personal a cargo de esos procesos. Las partes interesadas también deben mejorar su capacidad para compartir datos en forma responsable a través de plataformas abiertas sujetas a rigurosos estándares de interoperabilidad.

Donde falten datos, el sector privado debe generar nuevas fuentes de información por medio de métodos innovadores, por ejemplo el uso (en forma anónima) de datos de las redes sociales o de los registros de llamadas para comprender las pautas de movimiento de las poblaciones. Pero el uso compartido de datos depende de la confianza. Por eso el mundo debe oír el reciente llamado del Banco Mundial para la creación de un nuevo contrato social para los datos basado en el valor social y económico compartido, en una distribución equitativa de los beneficios y en fortalecer la confianza en un uso responsable de los datos.

El sistema humanitario internacional es muy eficaz, pero las necesidades actuales no tienen precedentes. Se prevé que este año, 235 millones de personas en todo el mundo (una cifra récord que supera en un 40% la de 2020) necesitarán protección y ayuda humanitaria. El hambre está en aumento, los desplazamientos internos se encuentran en su mayor nivel en décadas y creció la frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos y brotes de enfermedades. En tanto, la distancia entre las necesidades humanitarias y la financiación disponible para enfrentarlas es cada vez mayor.

Contar con datos de alta calidad durante una crisis permite a las autoridades dirigir recursos limitados allí donde más se los necesita; y la pandemia de COVID‑19 puso de manifiesto la insuficiencia de los datos disponibles. El mundo debe aprender muy bien esta enseñanza e invertir en la infraestructura de datos y en la capacidad humana necesarias para adelantarnos a las crisis, predecir las necesidades futuras y agilizar las respuestas. El rédito en vidas salvadas será enorme.

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