En tiempos de la Gallina Francolina

07 Abril 2020

Extracto de la novela "La importancia de tener un animal negro".

Patricio Barrio... >
authenticated user Corresponsal

–¡Rosaura!

El potente vozarrón de la señora Jacinta, la madre, la abuela, la viuda, la matriarca, la mujer diminuta en estatura, pero tremenda de genio y de poder, haciendo retumbar su autoridad por todos lados, dejaba absolutamente claro que la doña requería la inmediata presencia de la hija menor entre tres mujeres y seis hombres.

–¡Ya voy mamá! –, responde desde su pieza, afligida ante el apuro que adivina en la voz que llena todo el antiguo conventillo, casi completamente ocupado por la familia. Un pesado portón de pino oregón –trofeo personal del arrendador y mudo testigo de la decadencia de los pueblos salitreros–, con su respectiva y segura tranca para las horas nocturnas, protege las habitaciones transformadas en hogares que se apretujan frente al amplio pasillo sin techo, terroso, siempre húmedo, desde donde se miran, tristes y oxidadas, las puertas de calaminas que batallan por conseguir una imposible privacidad.

El portón es la única separación real con la calle empedrada donde juegan niños descamisados que dan rienda suelta a su imaginación (en un momento son policías de elegante uniforme o bomberos heroicos con casacas de cuero, en otro son conductores de grandes camiones y poderosa billetera para comprar muchas camisas) y oscuros conductores estacionan desvencijados vehículos a la salida de las cocinerías populares que enrarecen el aire con sus olores ácidos y grasientos. Allí se juntan hombres y mujeres que echan a galopar la ilusión religiosa de la espera permanente para recibir la caridad del satisfecho.

El conventillo está lleno de pequeños y oscuros espacios, con presunciones de casas, que se enfrentan como vigías permanentes, entregando sus reducidos metros a viejos muebles de patas retorcidas, pobres imitaciones del estilo victoriano, en los cuales se lucen delicados y almidonados pañitos tejidos a croché, que acogen en sus tiesos hilos florerillos baratos y figuras de yeso pintado. Gran cantidad de fotografías, con marcos de molduras recargadas –dando cuenta de la capacidad procreadora de los Molina-Bahamondes, de los de ahora y de los de antes–, se reparten por las improvisadas paredes de arpillera empapeladas con viejas y arrugadas bolsas de cemento, pintarrajeadas con pintura color “azul paquete de vela”. Incómodos infantes aparecen vestidos con pomposas tenidas domingueras, llenas de blondas y encajes, mostrando sus blanquinegras y forzadas sonrisas retocadas con trazos de artista plástico frustrado. Señoras de majestuoso busto, aprisionado en oscuras blusas abotonadas hasta el cuello, forman una importante colección junto a adustos varones que lucen anchas y rectas espaldas a lo Cary Grant, demostrando autoridad y reciedumbre. Entre tantos personajes en exposición permanente, los nueve hijos vivos de la señora Jacinta –habían fallecido prematuramente otros tres, por no tener animales negros, según la doña–  confunden a los tíos con los primos, las tías abuelas con las bisabuelas y éstas con las comadres y tías en segundo y tercer grado. No es extraño. Porque una difunta bisabuela aparece luciendo infantiles bucles y esponjosos escarpines, y una joven y vivísima prima sostiene una regordeta criatura en sus infantiles y ya maternales brazos, enredando así, los tiempos y los parentescos.

Jacinta, de riguroso luto en el vestir, honra la memoria de “don” Nicomedes Aparicio. Se acostumbró a llamarlo así desde que su padre la comprometiera, allá en la Oficina Salitrera Rica Ventura, en pleno desierto chileno, depositario ancestral del oro blanco –que, no hacía mucho, había enfrentado en una guerra a tres países, acicateados por los grandes capitales internacionales que deseaban el monopolio de la explotación del nitrato–, cuando apenas se empinaba en los trece años y su cuerpo anunciaba ya la redondez de sus formas maduras. Nunca pudo o nunca quiso quitarle el “don” en los casi siete lustros de matrimonio. Nicomedes Aparicio Molina Albarracín había fallecido silenciosamente después de que una parálisis le arrastrara las palabras y la vida en los recientes veinticuatro meses, cuando el último mes del mil novecientos cincuenta y cuatro se caía del calendario.

La imponente y elegante estampa del joven que le presentaron a Jacinta Bahamondes, en la visita concertada por sus respectivos padres, le hizo creer que con él se solucionaban los problemas de la empobrecida familia y se harían realidad sus sueños de riqueza. Los Bahamondes siempre fueron gente de trabajo, humildes, amigos del gasto en buena alimentación y no del ahorro ni de las apariencias sociales. No tenían casa propia porque iban de un lugar a otro, donde el jefe de familia terminaba un trabajo y empezaba uno nuevo. Recorrieron gran parte del país entregándole ciudadanos a muchas comunas y muchos pueblos. En conversaciones familiares, se divertían nombrando a sus hijos no por su bautismal cristiano nombre, sino por el lugar donde habían nacido. Así, el mayor era Ovalle, la primera mujercita Calama y los otros Coquimbo, Combarbalá, Tocopilla, Humberstone, Victoria y Prosperidad. Jacinta, rebelándose entera, entendía por Caleta Buena.

No por otra razón aceptó sin reparos la decisión paternal, porque “don” Nicomedes Aparicio Molina Albarracín le entregaba la sensación de la estabilidad que nunca tuvo y de la oportunidad del dinero que siempre escaseó en las arcas familiares. La mirada bondadosa y las grandes y fuertes manos le otorgaban cualidades especiales al pretendiente, así como la cantidad de centímetros y años con los cuales superaba largamente a Jacinta.

Pero los Molina –y ahí se había equivocado Jacinta– tampoco eran gente de riqueza material. Su formación respetuosa y conservadora al acudir a la casa de los Bahamondes para acordar el casamiento, les había llevado con sus mejores modales y únicos trajes de buen vestir, equivocando la apreciación de la joven. El gran sueño de Nicomedes, acariciado por siempre, era casarse con una buena compañera, hacendosa, callada como su madre, y tener muchos hijos para querer y enseñar, no tenía otra ambición que esa. Para lo demás, para mantenerlos y procurar un buen hogar, tenía una poderosa y dura espalda para ganarse el salario de vida.

Eso, Jacinta no se lo perdonó nunca. Se sintió engañada, burlada, casi estafada en la transacción matrimonial. Quizás por esa razón y para castigarle con la distancia le mantuvo siempre el “don”. Y, de seguro, para enrostrarle, vengativa y permanentemente, lo que parecía ser y nunca resultó.

No era culpa de Nicomedes, él nunca prometió nada más allá de su amor para toda la vida, su esfuerzo constante y su honestidad a toda prueba. En contrario a esa dedicación al trabajo y a la familia, no encontró en Jacinta a la humilde y silenciosa dueña de casa que esperaba, ni a la dulce madre que vislumbró en la primera y tímida sonrisa regalada, ni a la apasionada mujer que soñó cuando los presentaron.

Nicomedes Aparicio Molina Albarracín, “por la madre” –le gustaba pronunciar su nombre completo, subrayando el apellido materno, dando cuenta de su buen humor la agregarle la gastada muletilla final y de su reconocimiento a la importancia de la mujer en la estructura familiar–, reconstruía sus alegrías y sueños primeros con la cantidad de hijos que la esposa le había entregado.

En eso le había cumplido la menor de los Bahamondes. Aunque hubieran sido engendrados sin pasión y sin amor, no importaba. La pasión Jacinta la ponía en adivinar los futuros en esas viejas cartas de la baraja española –descubiertas cuando su abuelo remataba la brisca con los amigos–, silenciosa actividad que había aprendido de la misteriosa negra Isolda Casablanca; y el amor, en estirar cada peso con que las devotas y devotos de las ocultas noticias de las sotas y reyes de basto, de espada, de oro y de copa, retribuían, religiosamente, junto a una sonrisa de satisfacción o una no bien disimulada tristeza, dependiendo del augurio develado.

En ese misterioso quehacer, que la transformaba en verdadera dueña de voluntades ajenas y de destinos marcados desde las fechas de nacimiento –a menos que logremos, señora, enfrentar el mal con la “contra” adecuada–, se fortaleció su carácter introvertido, mandón. Nicomedes Aparicio, con la calma de las horas que le entregaban los va y viene de la olas de alta mar del nuevo puerto que cobijaba a la familia en los últimos años de su vida, la dejaba dirigir el hogar que reunía a todos los hijos casados con sus numerosas proles y a Rosaura, su hija menor ya en edad e intención de desposarse. Se conformaba y reanimaba, en las escasas horas de descanso que le permitían sus prolongadas faenas de eficiente pescador, con el acercamiento familiar que se producía cuando Jacinta, a regañadientes, aceptaba tocar el arpa vieja heredada de no recordaba quien. En ese momento, la mujer, parecía perder el adusto ceño y recuperar la dulzura de la niña de trece años –así la veía Nicomedes- haciendo bailar sobre las cuerdas metálicas sus regordetes dedos que, nadie se explicaba cómo, lograban tan hermosas y complicadas melodías de las ensortijadas cuerdas tensadas en el hermoso marco de madera del instrumento. Cada rincón del conventillo se llenaba, entonces, de las historia de la china que se perdió en un bosque, del amor que se tuvo en Mejillones y de la gallina “Francolina” que puso un huevo en la cocina. Era en ese ambiente familiar y casi relajado que aparecía la voz de Rosaura, atreviéndose a reafirmar ante todos su joven y profundo enamoramiento cuando, con grandes y prolongados suspiros, pedía la canción esa del juramento ante el altar, de Los Panchos, que se sabía de memoria.

-¡Rosaura! –vuelve a tronar el vozarrón de la señora Jacinta- ¿qué estái sorda, niña?

-¡Ya voy mamita!- repite alargando y dulcificando la última palabra tratando de ganar tiempo.

Rosaura, despojada de su negro y doloroso traje de luto, prolongación del recuerdo de la muerte de Nicomedes Aparicio, se mira risueña en el espejo del ropero, frente a una foto de su querido padre, probándose un reluciente, hermoso y blanco traje de novia.