Leyendas de Arica y Parinacota: Camri, la Doncella Real

01 Septiembre 2018

Es un relato nacido en tiempos remotos. Tiene su origen en una caverna que existe en el acantilado de una angosta quebrada por la cual cruza el camino que va desde el pueblo de Socoroma hacia el valle de Lluta. 

Hermann Mondaca... >
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Socoroma es, con toda certeza, un pueblo tremendamente enigmático; constantemente conocemos relatos que han surgido de su cuantiosa riqueza narrativa oral.

La leyenda de Camri, la Doncella Real, es un relato nacido en tiempos remotos. Tiene su origen en una caverna que existe en el acantilado de una angosta quebrada por la cual cruza el camino que va desde el pueblo de Socoroma hacia el valle de Lluta. Su interior es de difícil acceso y, los pocos curiosos que han logrado entrar, dicen que les ha sido imposible llegar hasta su fin. Según el relato oral contado por los antiguos socoromeños, en ella vivía una hermosa joven doncella real de nombre Camri, quien no tenía padres, pero vivía sus días feliz y en innumerables entretenciones. Siempre se le veía risueña y cantando. Su risa era armoniosa, dulce y cantarina, y sus melodiosas canciones tenían el encanto del suave murmullo de las aguas que se deslizan en arenoso cauce junto al arrullador susurro del viento al rozar los arbustos en las agrestes montañas.

Pero, escuchemos su historia, conocida a través del relato dejado por los antiguos habitantes del pueblo de Socoroma que recopiló Alfredo Raiteri Cortez, en la década de 1950.

Cuenta la leyenda que una hermosa doncella indígena quería mucho a los pequeños pastores del lugar; sin embargo, como ella alternaba muy poco con los adultos, nadie sabía cuál era su morada, pues no tenía tierras cultivadas de donde sacar sus alimentos, ni trabajo, y tampoco se le había visto pedir alimentos ni prendas de vestir.

Los pastorcillos buscaban su compañía y la querían, porque era cariñosa con ellos; los ayudaba cuando los corderitos se descarriaban, corriendo a buscarlos y reuniéndolos. Por este motivo, pronto se hizo conocida en todos los ayllus, en los que se hablaba acerca del profundo cariño que guardaba hacia los pastorcillos.

Pero no todo era felicidad, cada cierto tiempo la desgracia reinaba entre los ayllus, pues los pequeños pastorcitos desaparecían sin dejar rastro alguno. Tampoco se encontraban restos de sus ropas o huellas ni nada que pudiera dar una idea de lo que les había ocurrido.

La pérdida de los niños en un comienzo originó querellas entre los distintos ayllus, pero como estas rencillas no podían durar, se llegó al acuerdo de poner centinelas en determinados lugares cada cierto tiempo y estar atentos cada vez que se viera a algún pequeño alejarse demasiado.

Entre los apuestos jóvenes de los ayllus, había uno que estaba profundamente enamorado de la bella doncella Camri y vivía relativamente cerca de donde se presumía que podía estar su morada. Le había sido imposible poder detenerla para manifestarle su amor, pues siempre lo esquivaba y proseguía sola su camino. La actitud de la joven lo obligó muchas veces a tener que permanecer largas horas escondido entre la maleza sólo para contemplarla desde lejos.

El enamorado joven quiso averiguar el lugar donde podía tener su vivienda la hermosa ñusta y se dirigió hacia el lugar desde donde había aparecido la última vez que la vio, pero por más que buscó entre los grandes peñascos no pudo encontrar nada que se asemejara a un refugio o morada. Desalentado al no poder encontrar rastro alguno, se sentó a descansar y observar el panorama. Por ese día renunció a su búsqueda y se dirigió cabizbajo a su choza, pensando dónde podía tener su vivienda aquella linda joven, en medio de ese árido y agreste lugar.

Día tras día, el joven descorazonado volvía a su choza, hasta que un día de esos, con gran alegría la vio asomarse. Ella jugaba con una ramita que azotaba contra el suelo la que luego arrojaba y se encaramaba sobre los peñascos a tejer y cantar una triste y melodiosa canción.

Pronto al lugar se acercó un niño pastor con su ganado y, al ver a la joven, corrió hacia ella quien lo recibió extendiéndole sus brazos y sentándolo a su lado. Este espectáculo tan amorosamente maternal por parte de la joven indígena causó un sentimiento encontrado en el alma del joven. ¿Celos?, ¿envidia?, ¿admiración? No supo precisarlo.

No obstante su impaciencia, se quedó quieto en su mirador y, sin hacer ruido, resignado, vio cómo la ñusta y el niño pasaron todo el día retozando con las crías de las ovejas. Cuando llegó la hora del crepúsculo, el pastorcillo comenzó a reunir el rebaño, ayudado por la joven con el propósito de regresar a su ayllu. El joven por su parte emprendió la marcha a su rancho.

Al día siguiente llegaron a sus oídos, voces que alertaban acerca de la desaparición de otro niño, quien resultó ser el pequeño que había estado jugando con la joven de sus ensueños. Como los lugareños sabían que el enamorado joven frecuentaba el lugar donde había estado pastoreando el niño, le preguntaron si había visto algo que pudiera darles alguna idea de lo que le había ocurrido al pequeño. El joven contó todo lo que sabía: que había dejado al pastorcito con la bella ñusta hasta la puesta del sol y se comprometió que a primeras horas de la mañana saldría para ayudar en la búsqueda.

Tal como lo prometió, y cuando el sol aún no asomaba sobre las altas montañas, llegó el joven al lugar de costumbre y desde lejos le pareció divisar a la muchacha, tejiendo sobre el peñasco. Se acercó rápidamente, la saludó amablemente y le preguntó si tenía noticias del niño con quien estuvo jugando la tarde anterior. La joven lo miró sonriente y con voz tranquila y melodiosa le contestó que, efectivamente, había estado jugando con él, que lo había ayudado a reunir su rebaño y que cuando se despidieron, él le había dicho que iría con sus animalitos a pastar en la colina del frente y que, seguramente, todavía se encontraba allí. Enseguida, la ñusta, ágilmente bajó del peñasco en el que se encontraba cómodamente sentada y le indicó que si veía al pequeño pastor, le avisaría de inmediato.

En su rutina de esperar a la joven ñusta, un día al anochecer, divisó a la mujer que se acercaba con un pequeño de la mano. Para poder observar mejor, se agazapó y esperó hasta que la vio descender por la ladera de la quebrada; sin embargo, la oscuridad lo había invadido todo, no pudo distinguir nada más…

Antes del amanecer, emprendió la marcha hasta llegar al sendero por donde había llegado la joven con el niño, subió la colina en dirección a su pequeño escondite para esperar pacientemente. Apenas la vio, corrió hacia ella y después de saludarla le comunicó la pérdida de otro niño y le preguntó si lo había visto. La joven le indicó que hace dos días no había encontrado a ningún pastorcillo en su camino. Al notar el desconcierto del joven ante su respuesta y pregunta, la ñusta se marchó sin despedirse. El joven sorprendido, se limitó a observar sus movimientos y decidió seguir su rastro. Después de caminar un largo trecho le llamó la atención una pequeña rama en el suelo a pocos pasos de él. La cogió y mirando cuidadosamente creyó distinguir que hacia su derecha, no distante, la arenilla del suelo parecía como si hubiera sido barrida superficialmente, y que, como una fajita, se dirigía hasta dos grandes peñascos. Embebido en su contemplación, de pronto, divisó a la doncella a lo lejos. Subió hacia una pequeña colina y se ocultó entre la maleza.

La hermosa ñusta caminó hacia la hondonada y, como para descansar, se sentó sobre el pedrusco en que había estado con el pastorcillo en días anteriores. El joven observó que miraba atentamente hacia todos lados como para asegurarse de no ser vista. La ñusta se bajó del peñasco y comenzó a descender la colina. Al hacerlo, retrocedía y barría sus huellas con la ramita, hasta llegar a desaparecer como una sombra en medio de la tarde ya cubierta por la oscuridad.

Al día siguiente continuó vigilando los movimientos de la mujer, y en cuanto la vio alejarse de su refugio, sin demora, bajó la ladera y fue directamente hacia los dos peñascos. Escudriñó atentamente la maleza que los rodeaba hasta que entre éstas descubrió unas ramas más secas. Las retiró fácilmente y con gran sorpresa vio una angosta cavidad por la cual podía pasar una persona de medio lado. La contempló un rato y entró sigiloso en un angosto pasillo que desembocaba en una cavidad en la que la vista tenía que ir acostumbrándose poco a poco a la oscuridad para poder distinguir los objetos. En la cavidad había unos huesos a medio calcinar, varias piedras formando algo así como un hornillo en que había cenizas aún calientes y un telar horizontal en el cual había un tejido a medio terminar. La cavidad estaba dividida por una muralla de piedras sobrepuestas con una abertura que daba paso a otra cavidad menor, también en penumbras. Sin embargo, quedó paralizado de horror cuando notó que en un rincón había un montón de huesos. Algo más distante, sobre un lecho de lana cubierto de mantas, se hallaba el cuerpo del niño que había visto llegar con ella. El niño parecía dormir apaciblemente e incluso esbozaba una sonrisa.

Pasaron algunas horas, el sol ya declinaba en el occidente y creyó conveniente esperar pues estimó que la joven no dejaría mucho rato solo al pequeño. No esperó en vano, pues al poco rato vio a la joven descender por la colina y luego entrar en la cueva.

Tomando valor y protegido por las sombras de la noche, el joven se arrastró hasta la entrada de la cueva y sigilosamente se deslizó hasta llegar a la segunda cavidad donde chisporroteaba una hoguera, cuya llama alumbraba medianamente el recinto, pero lo suficiente para que pudiera contemplar la escena. Allí estaba la hermosa indígena, con ojos brillantes, tenía al niño en su seno. Éste la miraba fijamente con sus ojitos muy abiertos, pero con una risita de satisfacción en sus labios, mientras ella lo acariciaba amorosamente, pasándole sus manos por la enmarañada cabellera, hasta que la cabecita del niño cayó hacia atrás como en un profundo sueño. Sin dejar de mirarlo fijamente, la ñusta sacó de su pecho una espina, al parecer de cactus y con ella pinchó el cuello del niño, quien pareció no sentir dolor y apenas brotaron algunas gotas de sangre, la mujer, acercó sus labios y comenzó a beber ávidamente de la herida.

Al ver esto, el joven preso de un miedo atroz, salió sigiloso y emprendió veloz carrera al poblado donde contó lo que había visto para buscar ayuda, con la que regresó para penetrar en la cavidad en la que encontraron a la joven indígena aún con su boca pegada a la herida, succionando su sangre.

Al ser sorprendida, la ñusta se lanzó sobre el joven con los brazos extendidos, las manos crispadas y el rostro desfigurado por la furia. El joven logró tomarla por el cuello, ella lo arañaba fieramente, pero mientras más lo hacía, él más apretaba el cuello de la ñusta, hasta que su cuerpo dejó de moverse y cayó al suelo.

Todos dirigieron la vista hacia el cuerpo de la ñusta que yacía en el suelo y con horror vieron que poco a poco su cuerpo se transformaba y su piel comenzaba a arrugarse rápidamente. Con espanto vieron cómo debajo de los restos del cuerpo, de la antes hermosa ñusta, salía un enorme vampiro que emprendió el vuelo perdiéndose en la oscuridad de la noche.

Ya en el pueblo, el niño fue reanimado con un poco de leche tibia y, agotado, quedó sumido en un profundo sueño. Cuando su madre lo acompañaba, el pequeño despertó y con su carita sonriente le dijo: “Suncumallane”... todos se dieron cuenta que se refería a la ñusta.

A partir de ese momento a ese sector le llaman Suncumallane y aquella cueva llena de vampiros -y a la que ninguna persona se atreve entrar-, se la conoce como “La Cueva de la Vieja Embrollona”.

Referencia: Mondaca Raiteri, Hermann; “Viaje al Corazón del Tiempo. La riqueza legendaria”, Libro 3, de la Colección Literaria “Arica y Parinacota, Tierra Milenaria en el Corazón de América”.

Ver también: 

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