Leyendas de Arica y Parinacota: El Cerro Milagro de Putre

07 Septiembre 2018

Putre, es cuna de varias leyendas ya casi olvidadas por sus habitantes originarios.

Hermann Mondaca... >
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El pueblo de Putre –Putiri, rumor de las aguas en aymara-, está enclavado en la pre cordillera de Los Andes y rodeado de cerros, azotados por los fríos vientos del nevado de Taapaca. Putre, es cuna de varias leyendas ya casi olvidadas por sus habitantes originarios.

Esta leyenda fue recopilada por Alfredo Raiteri, alrededor de 1953, cuando era Subdelegado de Putre. El propio Raiteri en sus notas, nos relata de su recopilación lo siguiente:

“La leyenda que vamos a conocer, es un relato casi inverosímil, fue relatado por un antiguo residente de Putre, quien poseía el carné de identidad con el N° 1, consignándose como el documento de identidad más antiguo del Departamento de Arica1. Este señor, cuyo padre o abuelo era argentino, poseía una carta fechada en el año 1884, escrita desde esa república, donde hacían referencia a un cerro que decían estaba ubicado en las cercanías de Putre y cuyo nombre era Sausamuna. En dicho cerro, según relata, este antiguo residente de la zona, ocurrió un insólito hecho, que más que realidad parecía producto de un sueño y que a partir de ese hecho increíble, el cerro continuó llamándose Milagro”.

Pero, no esperemos más y conozcamos qué hechos insólitos ocurrieron en este enigmático Cerro Milagro.

Toda la noche se había oído la bulla de una desenfrenada fiesta en un rancho de mala muerte donde vivía Julián Tarque, un desenfadado truhán que se había casado en 1789 con una linda criolla llamada Fabiola Aranda, oriunda del pueblo de Putre, en la pre cordillera.

Además de derrochar la fortuna que la joven había aportado como dote, el gañán le daba mala vida, pues ella era la que trabajaba desde el amanecer para poder comer y mantener en orden el desvencijado rancho donde vivían, y remendar la escasa ropa que le quedaba después de dos años de casada.

La infeliz soportaba su destino con resignación y lloraba por las noches, ahogando sus gemidos y sollozos para no ser oída por su marido y así evitar reprimendas y malas palabras que, casi siempre, terminaban en golpes.

Fabiola se había casado enamorada y contra la voluntad de sus padres, quienes mucho le habían rogado para que no lo hiciera, ya que el elegido poseía mala fama y, con seguridad, la haría sufrir, pues, era notorio que sólo estaba interesado en la modesta dote.

Ella no les creyó y contra sus ruegos contrajo matrimonio, yéndose a vivir a una casita modesta y decente de la cual debieron salir debido a las deudas. Entonces, se fueron a vivir en un ranchito de mala muerte que una pariente lejana les ofreció, y era ahí justamente, donde el marido organizaba las fiestas con un grupo de amigotes de su misma calaña.

Esa noche Fabiola se encontraba muy mal, debido a que estaba próxima a tener su primer hijo. La bulla que hacían los juerguistas la atormentaba casi más que los dolores que sentía. Un poco angustiada y desesperada pensó irse a un caserío vecino donde una amiga suya, pero para ello tenía que atravesar un alto cerro si es que quería acortar camino.

El desfiladero que debía tomar era peligroso y poco frecuentado porque se decía que en él existía una guarida de pumas que ya varias veces habían incursionado en los corrales del pueblo. Con la desesperación y la fiebre, Fabiola no pensó en ello y furtivamente salió del rancho, emprendiendo con valentía la marcha por el desfiladero en dirección a la casa de su amiga, justo a medianoche, sin más abrigo que una manta de lana.

Tomando aliento de trecho en trecho hasta llegar a la cumbre, se sentó al lado de una gran roca a descansar y guarecerse del intenso viento frío que soplaba desde el nevado del volcán Taapaca. De pronto, se vio cegada por la brillante luz de un relámpago seguido de un lejano trueno. Comprendió que pronto tendría la tempestad encima y se vería imposibilitada para continuar la marcha. El temor y el desamparo la invadieron y haciendo caso omiso de la distancia, corrió en dirección a la casa de su amiga, pero resbaló y cayó de rodillas. Al hacer un esfuerzo para levantarse un intenso dolor en sus entrañas la paralizó, sus ojos se llenaron de lágrimas que muy pronto bañaron sus afiebradas mejillas al comprender que no podría continuar la marcha. Su corazón le indicó que debía encontrar un abrigo para traer al mundo el fruto del amor no retribuido. La luz de otro relámpago le hizo distinguir frente a ella una cueva en la montaña. Arrastrándose más hacia su interior, se encontró con un suelo plano y arenoso. Arrojó la manta de lana sobre la tierra y se recostó resignada, esperando que se cumpliera la voluntad de Viracocha.

Pasó más de una hora. Afuera la tempestad arreciaba y sus dolores se hicieron más fuertes. Pensó que no podría resistir más y su tensión creció al máximo cuando escuchó un rugido que retumbó en el fondo de la cueva. Sintió que la sangre se le helaba y aterrada dirigió su vista hacia el origen el sonido, y en el fondo de la cueva vio dos puntos luminosos que se fijaban en ella.

Fabiola cubrió su cabeza para protegerse y acallar sus quejidos y miró nuevamente al fondo de la cueva sin que esta vez viera nada, excepto profunda oscuridad. Procuró tranquilizarse pensando que todo había sido fruto de su agitación o los temores de su afiebrada imaginación o del retumbar del estruendo de la tempestad.

El tiempo pasó lentamente y la cruenta tempestad comenzó a ceder, y se fue alejando dando paso a un cielo estrellado. La aurora comenzó a teñir de oro los picachos más altos de las cumbres.

Al despertar Fabiola miró a su alrededor y cuando fijó su vista en el fondo de la cueva, con horror divisó nuevamente en su oscuridad los dos puntos luminosos mirándola ahora, fijamente. El temor la invadió completamente y estremeció su cuerpo. Su terror fue tan grande que aceleró el advenimiento de su hijo a este mundo, considerado por ella como un valle de lágrimas.

En estas condiciones vino su hermoso hijo al mundo, como buena madre lo recibió con la mayor ternura y lo cuidó amorosamente lo mejor que pudo. En esto estaba cuando nuevamente se vio interrumpida por un rugido que brotó desde el fondo de la cueva. La mujer, aferró a su hijo entre sus brazos y con inmenso pavor vio que con pasos sigilosos y las fauces abiertas, se acercaba una leona hacia ellos. Cuando la leona estaba casi encima de ella, el esfuerzo físico y la enorme tensión le hicieron perder el conocimiento.

La fiera se acercó cautelosa, olfateó el cuerpo de la joven, lamió la sangre producto del parto que se había acumulado, y parándose sobre la manta, se recostó al lado del recién nacido.

Al día siguiente, cuando la madre volvió en sí, la leona había desaparecido y su hijito, dormía plácidamente a su lado. Incrédula, lo palpó como para cerciorarse si era verdad lo que veía. Dos veces intentó levantarse y continuar su camino a la casa de su amiga, pero le resultó imposible. Al encontrarse en ese estado pensó que había llegado su hora. La asaltó el temor de que la leona podía regresar y devorarla junto a su hijo y nadie sabría más de ella.

En esas meditaciones se encontraba cuando oyó el rugido lejano de la fiera. Resignada, encomendó su alma a Dios o Viracocha. La leona apareció en la entrada de la cueva llevando en el hocico un animalito recién cazado aun goteando sangre de sus heridas. La mujer, sin saber lo que hacía y olvidando el peligro, cogió del hocico de la leona al animalito y comenzó a beberle la sangre que le goteaba.

La leona rugió sordamente, soltó la pequeña presa y fue a echarse cerca del recién nacido. A los pocos minutos Fabiola se quedó profundamente dormida. La fiera permaneció quieta durante unos instantes y luego, lentamente, se dirigió al interior de la cueva trayendo consigo uno a uno sus cachorritos, los que fue a colocando junto al niño recién nacido para luego abandonar la cueva.

Fabiola no supo cuánto tiempo había transcurrido, pero poco a poco sintió recuperadas sus fuerzas. Comprendiendo que era peligroso permanecer más tiempo en la guarida de la leona, acarició a los cachorros y abandonó la cueva con su hijo a cuestas en dirección hacia su destino.

Después de una penosa marcha llegó a la casa de su amiga, a quien la puso al tanto de todo lo que le había acontecido. Su amiga, aun cuando impresionada, se mostró incrédula ante todo lo relatado, pero Fabiola insistió en ello manifestándole con vehemencia que en agradecimiento había dejado para abrigo de los cachorros su manta de lana.

Su amiga, convencida de la veracidad de sus palabras, le dijo que lo que le había ocurrido había sido un milagro, pues sólo un milagro habría permitido que aún estuviera con vida. Así, le contó a su marido, éste a sus amigos y pronto el hecho se esparció por toda la zona. Poco después la gente comenzó a llamar Milagro al cerro Sausamuna.

Al poco tiempo la gente casi había olvidado lo ocurrido a Fabiola, cuando una mañana el pueblo, alarmado, se dio cuenta que en la noche unos leones habían saltado la pirca de uno de los corrales y se habían llevado a 2 ovejas, por lo que se decidió llevar a efecto una batida para darles caza.

En la mañana temprano salieron unos 10 lugareños armados de lanzas, palos y cuchillos. Regresaron al anochecer con el cuerpo de un cachorro y con la noticia que habían dejado a otro herido, pero como anochecía debieron abandonar la cacería.

Cuando Fabiola se enteró de esto, sin decirle nada a nadie, salió temprano en la mañana con su hijito y se fue directamente a la cueva de la leona. Comenzó a rastrear, hasta que no muy lejos encontró a la leona herida con una lanza atravesada en las costillas. Cuando la leona sintió los pasos de Fabiola levantó su cabeza y frunció su ceño y la miró con esa mirada de ternura cómplice de los animales que reconocen a algunos seres humanos como sus amigos, movió su cola y posó su cabeza entre sus patas, fatigada por el dolor intenso de la lanza, sin hacer el menor intento por levantarse.

Fabiola se acercó y acariciándola, le dio a beber agua de la botija que llevaba. La leona miró a Fabiola con ojos lánguidos, le lamió las manos y lanzando un quejido profundo dejó de respirar. Fabiola se recostó al lado y lloró amargamente. Acarició tiernamente la cabeza de la leona, se levantó y miró con profunda tristeza el cuerpo sin vida de su protectora, que como ella era una víctima del infortunio y la crueldad humana.

Luego de unos minutos acomodó a su hijito entre unos arbustos y arrastró penosamente el pesado cuerpo de la leona. Enseguida cavó un hoyo, envolvió el cuerpo de la leona con los restos que quedaban de la manta y le dio sepultura, para lo cual colocó una cruz como si se hubiera tratado de un ser humano. Momentos después levantó de la hierba a su hijito a quien estrechó fuertemente contra su pecho y abandonó el lugar con una profunda amargura en su corazón.

Referencia: Mondaca Raiteri, Hermann; “Viaje al Corazón del Tiempo. La riqueza legendaria”, Libro 3, de la Colección Literaria “Arica y Parinacota, Tierra Milenaria en el Corazón de América”.

Ver también:

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