Capitalismo y liberalismo socialdemócrata

22 Diciembre 2020

Es preciso reconocer la realidad, constatar la interdependencia y construir nuevos pactos civilizatorios entre los distintos estamentos de la producción y la sociedad -que incluye un activo rol del Estado-.

José Sanfuentes >
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El trabajo aplicado a la producción de bienes y servicios que se venden crea valor. El trabajador comparte ese valor, sin embargo, con los dueños de la tierra (rentistas) y los dueños del “stock” (eventuales capitalistas). Los economistas clásicos interpretaron asertivamente el fenómeno social que se incubaba con el advenimiento del capitalismo. A un nuevo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas se acoplaban unas nuevas relaciones sociales de producción, deriva que finalmente llevó a aparición de la clase capitalista, que hegemonizó la vida económica y adecuó el Estado a sus requerimientos.

De la constatación de este fenómeno se pasó a la ficción. Se fue tejiendo el mito que, eliminando a la clase capitalista, advendría la sociedad de los iguales, fundada en el atractivo eslogan “de cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades”. Esta idea se constituyó en una poderosa motivación de millones de seres humanos que vieron en ella la posibilidad de librarse de las cadenas de la explotación capitalista. Había surgido, cual pueblo escogido, la clase portadora de un nuevo porvenir. Clase que, con su propia liberación, emanciparía la completa humanidad, encaminándola a una ciudad definitiva de bienestar y felicidad. El comunismo para los “marxistas”, el reino de los cielos para sus primos hermanos, los “teólogos” de la liberación. Naturalmente, como todo mito, casi siempre utopía inalcanzable pero que alienta el pedregoso caminar, hubo de diseñarse la clásica transición eterna entre lo viejo que muere y lo nuevo que vendrá: así se intentó usar el prestigio socialdemócrata, socialismo con mercado, para legitimar la propuesta comunista.

El siglo 20 vio nacer y morir el mito de la sociedad sin clases, y con ello la muerte de su ilusión escatológica. El siglo corto lo llamó un destacado historiador marxista, aquel que principia cuando en 1917 Lenin inició el experimento, desatando la ilusión de millones y el terror en las minorías capitalistas. Este estado de ánimo aún permanece en el subconsciente planetario, a pesar de su fracaso, que podríamos datar en el 25 de diciembre de 1991. Ese fue el último día que fue arriada la bandera roja en el Kremlin, fecha de la renuncia de Gorvachov, antecedida por el desmembramiento de la URSS y el desplome del “campo socialista”.

Chile, país olvidado en un rincón del mundo, está otra vez invadido por el miedo. El estallido social es reflejo del miedo de las mayorías no sólo a la enfermedad y la vejez sino a la inseguridad y precarización en que se desenvuelve su existencia, atemorizada también que aquel sea el destino inevitable de su prole. De su lado, la clase capitalista, desde los grandes rentistas hasta el agricultor, ven amenazada su posición propietaria, que consideran no más que fruto de sus méritos y esfuerzos personales o del perseverante sacrificio de su estirpe.

Naturalmente, a los mercaderes abusivos y a los políticos deshonestos azuzar estos miedos les trae buenos beneficios. Se alimentan recíprocamente, e incentivando la polarización dominan hoy la escena política. Entorpecen la búsqueda de una alternativa tanto imprescindible como ética. Alternativa que considere una ecuación equilibrada entre igualdad y libertad, lo cual solo es posible en un ambiente de prosperidad básica, de una comunidad donde nadie puede prescindir del otr@. Lo que se ha demostrado es que, sin la existencia de las clases trabajadora y capitalista, en una convivencia con aceptables grados de armonía entre ellas, no hay desarrollo posible, sobre cuyos frutos puedan las mayorías experimentar “una vida razonablemente acomodada”. El experimento neo capitalista chino, donde el Partido Comunista hubo, literalmente, de crear una clase capitalista;  los empeños por la atracción de capitalistas para la producción de valor económico significativo que promueven los otrora emblemáticos proyectos socialistas de Cuba y Viet Nam; y, últimamente, el vergonzoso “remate” de sus materias primas a que convocó la dictadura militar venezolana al capital internacional, son realidades frente a las cuales parecen vanos los intentos de volver a “inventar la rueda”.

Sin renunciar a la crítica al capitalismo y al bregar por una sociedad basada en la colaboración y no en la competencia, en armonía con el planeta y con un crecimiento a escala humana como horizonte de sentido; es preciso reconocer la realidad actual y constatar que la interdependencia y construir nuevos pactos civilizatorios entre los distintos estamentos de la producción y la sociedad - que incluye un activo rol del Estado - parece ser el camino inevitable para un convivir sin temor y un transcurrir por la vida sin sobresaltos. La convergencia de intereses y no la expoliación y la lucha, asoma como la posibilidad de que en esta larga y angosta faja convivamos con aprecio y con respeto. Aun en medio de intereses contradictorios y diferencias sociales o ideológicas, es el camino para conquistar para tod@s el sagrado derecho a vivir en paz, prosperidad y libertad.

En el experimento capitalista extremista chileno se exacerban las contradicciones sociales. 1. La renta de los recursos naturales apropiada sin tasa ni medida por unos pocos - otrora restringida a la tierra, lo que obligó a una profunda reforma agraria - presiona hoy por una nueva gran reforma en dominios del neorentismo, como en los minerales y las aguas. 2. Las ganancias ilegítimas que unos pocos obtienen en virtud de invertir con dinero ajeno, del cual se han apropiado por ya cuarenta años en las AFP y en las ISAPRES, plantea la irrenunciable reforma que termine con este abuso y restituya el dinero mal habido a sus legítimos dueños, para ser destinado a lo previsto, esto es, un sistema de seguridad social que garantice protección ante la enfermedad y una vejez digna. 3. La brutal asimetría en la relación trabajo – capital es fuente no sólo de injusticia sino también de fallas de productividad. Es imprescindible una reforma sustancial para un nuevo equilibrio en esa crucial relación - entre otras cosas permitiendo la negociación salarial por rama de la producción y los servicios - restituyendo así una mayor porción del valor creado al trabajador.

Como sucede en el capitalismo contemporáneo, además de fomentar el pleno despliegue de la creatividad empresarial, debe restaurarse el rol del Estado como garante del usufructo colectivo de las rentas nacionales, garante de los derechos sociales universales, garante de la equidad en la relación trabajo/capital. Es preciso fortalecer también su musculatura, en alianzas público-privadas, como motor de la modernización de la matriz productiva y para abordar los nuevos desafíos tecnológicos y ecológicos; en tiempos llenos de turbulencias, de cambio acelerado y marcado por la incertidumbre. Esta es, me parece, una buena base para un acuerdo nacional, de claro contenido liberal socialdemócrata, que - junto a las urgentes medidas tendientes para derrotar la peste y sostener a las familias, las empresas y las instituciones ante sus consecuencias – puede constituir un camino efectivo hacia la paz y la concordia ciudadana.