A lo bonzo frente al Congreso

03 Febrero 2020

Cambió sólo el escenario; antes sobre muebles de fina caoba, hoy con dispositivos de última generación, los congresistas siguen manteniendo secuestrada la real democracia.

Rodrigo Muñoz Ponce >
authenticated user Corresponsal Corresponsal Ciudadano

Supe de esta expresión por mi madre, cuando me llevaba de la mano rumbo a una peluquería por el centro de Santiago y pasamos por el frente de la antigua casa de los honorables. Me contó que hacía poco una señora se había suicidado quemándose frente al Congreso, reclamando alguna injusticia social. Recuerdo que pensé amargamente qué podría hacer que una persona se sintiera tan desconsolada en una ciudad inmensa que la única manera de llamar la atención fuera a través de un acto de soledad extrema e irreversible. Ese trágico hecho, sin embargo, pasó inadvertido y el mundo político de los 60´ siguió como si nada. Debo reconocer que en mi interior –con algo de vergüenza- pensé que era injusto que la víctima tuviera que inmolarse por la culpa o desidia de otros. Hoy, más de cuarenta años después, ver las calles de nuestro país quemándose, me trajo esas imágenes, replanteándome qué ha cambiado –dictadura de por medio- en nuestra sociedad.

La señora que se quemaba a lo bonzo representaba, en un mundo republicano mucho antes que la dictadura, el llamado desesperado a la compasión o a la humanidad que todavía podía quedar entre aquellos congresistas que, tras una cortina espesa del humo de tabaco y con elegantes trajes a rayas, decidían los destinos del país.

La posterior irrupción, a sangre y a fuego de los militares, constituyó una macabra suspensión en la natural evolución de los derechos sociales que todos conocemos, pero además tuvo otro efecto que, sólo ahora recién puedo entender: Pinochet mantuvo -sin quererlo por supuesto- suspendida la confianza ciudadana en los políticos ausentes, a quienes desde antiguo se creía eran los llamados a solucionar los problemas de la sociedad. Paradojalmente entonces, la dictadura ayudó de manera inconsciente a mantener, en un paréntesis de diecisiete años, la fe popular  que subyacía en una institución que hacía rato estaba haciendo agua.

Los políticos, astutos como siempre, ayudaron al pueblo, sin duda, llamando a recuperar la democracia. Pero la democracia que recuperaron fue la de siempre, la de partidos políticos que se siguen arrogando la representatividad de la gente. Aquellos diecisiete años han servido para que, aquellos notables, con carta blanca en el Congreso, se pagaran, solo ellos, a título de indemnización, los excesos de aquel nefasto paréntesis militar. Pero el pueblo (supuesto representado) sigue mirando a todo sol desde la plaza cómo estos notables se abrazan, al mismo tiempo que se acusan constitucionalmente. 

Cambió sólo el escenario; antes sobre muebles de fina caoba, hoy con dispositivos de última generación, los congresistas siguen manteniendo secuestrada la real democracia. Hoy, a treinta años del golpe militar, el confiado pueblo que había reservado sus mejores esperanzas en esos políticos congresistas, ha perdido la paciencia. Pero este pueblo conectado -no necesariamente unido- ya no quiere inmolarse solitariamente como aquella señora víctima que recuerdo. La decencia -no diré la ética- reclama que los congresistas dejen sus cargos o dejen de cobrar sus singulares dietas -y detengan su taxímetro privilegiado- mientras dure este llamado generalizado a mirar qué estamos haciendo como país. La raíz del problema está ahí. Siempre lo ha estado. Los parlamentarios, mientras el dinero público les financie un status que difiere y los separa de la ciudadanía real, seguirá manteniendo esa falta de empatía para resolver en conciencia los problemas de la gente. No es otra cosa  lo que significa que parte del pueblo destruya y queme justamente símbolos republicanos –que los políticos han usado y abusado para engañar- y en estos momentos las llamas del fuego se propagan con viento veleidoso y arbitrario, arrastrándose lamentablemente hacia el mismo pueblo.