Lo que nos falta

06 Agosto 2021
Si Hegel o Marx hubieran vivido en Chile, probablemente se habrían dado cuenta de la presencia de un manipulador en medio de estas dos conciencias antagónicas.
Rodrigo Muñoz Ponce >
authenticated user Corresponsal Corresponsal Ciudadano

La dialéctica de Hegel inspiró a Marx. Donde el primero observó dos conciencias antagónicas en el mundo espiritual, el segundo vio un opresor y un oprimido en el mundo material.

En cualquier caso, el conflicto se produce entre quienes pretenden reconocimiento del otro. Ninguna de estas dialécticas –eurocéntricas- consideran la realidad latinoamericana. Si Hegel o Marx hubieran vivido en Chile, probablemente se habrían dado cuenta de la presencia de un manipulador en medio de estas dos conciencias antagónicas. Este personaje es evidentemente, el político. Tomando en Chile un término sociológico, la clase política, es un sujeto de derecho separado de la sociedad. Nunca mejor llamado sujeto de derecho, pues se encuentra en una posición o status capaz de reclamar y estar por sobre el derecho mismo. Weber definía al Estado como aquel que reclama legítimamente para sí el monopolio de la fuerza. En Latinoamérica quien detenta esta posición es la clase política, no el Estado. El reclamo por el uso del poder lo tiene esa clase y su alimento es la quimera. Ella utiliza al Estado como proveedor de sueños, ilusiones, apelando al pueblo, gran consumidor de esa quimera. La triangulación es evidente. Para mantenerse en el poder, se le promete al pueblo esperanza. 

Si una cosa nos ha enseñado la historia, es que la población puede soportar varias injusticias, incluso permanentes, pero todo tiene un límite; el abuso o la burla por parte de las autoridades. Simbólicamente, la frase “que coman pasteles” provocó la ira legítima de una población hambriento, en un momento histórico dado. En Chile, muchos años después, múltiples frases y conductas provenientes de la clase política generaron una explosión social. 

Es necesario denotar un hecho muy significativo: desde hacía décadas una gran parte de la población chilena rumiaba desazón, frente a un futuro (y un presente) que no sólo se veía incierto, sino infeliz. En un país donde gran parte de la felicidad parecen proporcionarlas las cosas materiales, no era difícil concluir que la falta de dinero para adquirirlas era la causa del problema. Esta circunstancia tiene, para ser justos, dos dimensiones: Por un lado, el aumento de los salarios para adquirir cosas, y, por otro, el aumento de las pensiones para poder sobrevivir. No es lo mismo una cosa que otra. En un caso se persiguen las quimeras de felicidad prometidas y en el otro,  constituyen necesidad vital. En un país donde los costos de trasporte, salud, medicamentos y educación lo soporta la población -no aquellos que detentan el poder (congresistas)- las cosas podían fácilmente seguir así por quinientos años más. Cuando después de las amplias manifestaciones sociales se provocó el estallido que amenazó con romper todo, los congresistas percibieron, por primera vez, alguna gravedad que podía afectar sus intereses. Por ello, de manera urgente, se reunieron todos los sectores de esa clase política, para dar fecha cierta y fijar condiciones para que pudiera convocarse a discutir una nueva Constitución.

Era la manera de alejar el foco de atención de sus propias negligencias y prácticas de corrupción, pues las personas destinarían ahora sus miradas a un proceso que, por primera vez, permitiría discutir una carta magna desde cero. La propuesta para convocarla obedecía pues, antes que todo, a la propia sobrevivencia de la clase política que observó temerosa –quizás también por primera vez- que el pueblo ya no quería escuchar la quimera, sino destruir todo. Es que cuando alguien alguien ya no tiene nada que perder, ni siquiera un futuro, entonces sí es peligroso. 

La convención constituyente deberá pasar por un proceso de incorporación de personas que nunca han tenido poder. Este fenómeno, que al principio lo veía con recelo, hoy lo estoy comprendiendo a medida que los días pasan. La convención generará su propio microcosmos, donde personas de las más variadas edades, condiciones, y espíritus se habrán de juntar para generar algo tan complejo, profundo y aparentemente simple, como un texto.

Escribir es más fácil que co-escribir. Y para hacerlo, deben primero, ponerse de acuerdo en las condiciones. Desde afuera algunas discusiones formales nos parecerán –me incluyo- una pérdida de tiempo. Sin embargo, para ponerse de acuerdo en el texto, hay que revisar el contexto. Y este contexto deberá asumir, sin mezquindades, que hay personas que nunca participaron y requieren sentirse escuchadas y valoradas. Problemas –obvio- de psicología social; advenedizos, prepotencia, resentimientos mutuos, pero sobre todo mucho miedo, seguiremos viendo, pero también, liberación.

La única solución que veo para el futuro, es que los electos no pierdan el horizonte de aquello que los motivó a participar. La raíz del problema está en la generación de políticas y por lo tanto, los cargos políticos a futuro deben consistir en una carga cívica y no en un privilegio. Como en algunas comunidades indígenas, los ciudadanos deben cumplir con asumir cargos de gobierno. Es un deber. Esto conlleva a que los congresistas y políticos en general no tengan privilegio. Ninguno. Es un deber y a la vez, un honor. Eso es lo que nos falta.